Peñalsordo
Sinforiana deja sobre la mesa la olla con el cocido y anima a los comensales: Sírvanse ustedes, que yo para lo fino es que no valgo. Los garbanzos de este cocido son gloria bendita y los han cultivado en la finca El Naranjo. Aquí mismo, en Peñalsordo... Curioso nombre el de este pueblo... El cocido de Sinforiana lleva también oreja de cerdo, hueso de jamón, morcilla de lustre, en fin, lo propio en Extremadura con un añadido peculiar de estas tierras, la tortilla: un preparado a base de jamón, perejil, huevo y miga de pan que lo mismo se le echa a las habichuelas que a las lentejas o a estos garbanzos de El Naranjo. Estamos alejados de casi todo. En Extremadura, sí, pero a más de dos horas de Cáceres y Badajoz. La Mancha queda ahí al lado, a la vuelta del Peñón Pez, un montículo insolente y poderoso en cuya cima, dicen, hay un charco en forma de pez. Peñalsordo está donde La Serena quiere ser La Siberia. Se encuentra en tierra de pantanos, a un paso del agua inabarcable. Según el censo de 2005, cuenta con 1.343 habitantes. Esta zona suroriental de Extremadura es la que más habitantes pierde en la región. Entre 2000 y 2005, Castilblanco vio cómo su población disminuía un 17%, en Puebla de Alcócer caía un 14%, un 10% descendía en Valdecaballeros y Peñalsordo se convertía en el tercer pueblo con más descenso porcentual de la provincia: un 11%. La vida por aquí nunca ha sido fácil. Basta escuchar a Sinforiana narrar su vida: Mi madre me parió en el campo, sin ayuda ninguna. Vivíamos en la finca La Yunta, en la Casita del Águila, por la carretera de Almadén, a la izquierda después de pasar Capilla. Mis abuelos y mis padres fueron pastores de ovejas y yo viví en un chozo hasta que me casé. Sinforiana Jiménez tiene 71 años. Su marido, Faustino Aliseda, ha cumplido los 72. Esta mañana de invierno varean juntos la aceituna de su olivar en compañía de su hija Teresa y su yerno Cándido. Después, el cocido. Coman, coman con nosotros, ahí tienen un plato y sírvanse ustedes, que yo para lo fino no valgo». La finca tiene una casita muy apañada con chimenea y habitaciones. En una repisa, un transistor Lavis: pieza de museo. En lo alto, 300 botes de conservas caseras hechas por Sinforiana: de tomate crudo para guisar y de peras en almíbar y en agua para el postre. El año pasado recogimos 5.400 kilos de aceitunas, el anterior, 8.400 y este, ya veremos, detalla Faustino. Después, se acuerda de su padre, que era conductor de coches en la fábrica de harina. «Se murió muy joven, a los 28 años, del mal dulce, la diabetes. Yo tenía tres añitos. Mi madre se casó por segunda vez y a los nueve años, mi padrastro me llevó con él a trabajar de albañil. Y así hasta que me jubilé». Sinforiana y Faustino se conocieron con 13 años, ella, y con 14, él. Aunque no hablan de conocerse. Dicen: «Nos empezamos a mirar». «Viví siempre en el campo. Solo fui un mes a la escuela, aunque escribo y leo; mal, pero lo hago», explica Sinforiana su aprendizaje de las letras antes de relatar su aprendizaje del amor: «Yo estaba en la finca haciendo queso y él vino a hacer una obra. Los mayores nos decían que íbamos para novios. En vez de reñirnos, encendían el fuego, pero solo con la mirada. Y así hasta que nos casamos a los 23 años». Después, los hijos: Teresa, que trabaja en el ayuntamiento de Peñalsordo o de cocinera o limpiando casas... Y Faustino, trabajador social en el ayuntamiento de Badajoz. Vareando aceituna y reparando fuerzas con el cocido también está Cándido, el yerno, que es agente forestal y recuerda contar a su padre que en la posguerra iba por las casas pidiendo algo de pringue para la comida. Años durísimos en la Extremadura alejada y fronteriza, casi manchega. Sinforiana ayudaba a la economía familiar confeccionando cojines. «Un hombre traía las telas y 100 mujeres de Peñalsordo hacíamos la costura. También cosíamos vestidos de mariquita para las niñas».
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